Publicado el 04 de enero de 2011
Esta pequeña historia está inspirada en aquellos seres que nos dieron el privilegio de vivir, nos dieron su vida y nos dieron los principios de cómo ser verdaderos seres humanos. Dedicada a mis abuelos, padres y tíos.
Ya no se en que fecha estamos. En casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, bonitos, ilustrados con imágenes de los santos que colgaban en la cocina y que me regalaban en la barbería. Ya no hay nada de eso. Todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de cuarto, pues la familia creció y se necesitaba espacio. Después me pasaron a otra habitación más pequeña aún acompañado de mis biznietas. Ahora ocupo el cuarto de depósito, el que está en el patio de atrás de la casa. Me prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero siempre se les olvida, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
La otra tarde caí en cuenta que mi voz también ha ido despareciendo. Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan. Todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos, siempre escuchando atento lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, seguro de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno, y de que les va a servir de mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces lleno de tristeza me retiro a mi pequeño cuarto antes de terminar de tomar mi taza de café con leche. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy enojado y molesto, para que se den cuenta que me han ofendido, me han faltado el respeto y vengan a buscarme y me pidan perdón….Pero nadie viene.
El otro día, no se ya cuando, les dije que cuando me muera entonces si me iban a extrañar. Mi nieto más pequeño dijo “¿Estas vivo abuelo? “. Les cayó tan en gracia, que no paraban de reír. Por tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unos cauchos viejos y ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, si me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor, de uno a otro lado, sin tropezarse conmigo.
Cuando mi yerno se enfermó, pensé tener la oportunidad de serle útil, le lleve un té especial que yo mismo preparé. Se lo puse en la mesita de noche y me senté a esperar que se lo tomara, solo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando……y mi corazón con él.
Un día se alborotaron los niños, y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo. Me puse muy contento. ¡Hacia tanto tiempo que no salía y menos al campo! El sábado fui el primero en levantarme como siempre lo he hecho. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé todo mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las maletas, maletines y juguetes a la maletera del carro.
Yo ya estaba listo y muy alegre, me pare en el porche a esperarlos. Cuando arrancaron y el carro desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no estaba invitado, tal vez porque no cabía en el carro. O porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí claramente cómo mi corazón se encogía, la barbilla me temblaba como cuando uno se aguanta las ganas de llorar.
Yo los entiendo, ellos si hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo, ya no se a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos, como ramitas nuevas que habían salido de este viejo tronco en que me he convertido. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar.
Pero un día mi pequeña nieta, la última, que acababa de tener un bebe dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Desde entonces ya no me acerqué más a ellos, no fuera que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de contagiarlos!
Yo los bendigo a todos y los perdono, porque ¿Qué culpa tienen ellos de que yo me haya vuelto tan inservible?
Esto pasa muchas veces en nuestro medio. ¿Cuántas veces ignoramos lo que dicen nuestros padres ancianos o nuestros abuelos? “¡¡Ya está viejo, que sabe, estos son otros tiempos!!”
RECORDEMOS que ellos también fueron bebés, niños, jóvenes, adultos llenos de vida, ilusiones, fuerza…
RECORDEMOS que sus manos, antes fuertes, nos dieron el apoyo que hoy les negamos… que su voz firme habló por nosotros cuando no sabíamos decir lo que necesitábamos decir… que sus palabras nos dieron muchas veces el consuelo que hoy les negamos…que pusieron toda la atención a las primeras palabras que dijimos, palabras casi incomprensibles… y hoy no los escuchamos porque dicen “puras tonterías”.
Los ancianos que nos rodean, en la familia, trabajo o en cualquier otro lugar fueron lo que nosotros hemos sido, lo que somos… y lo que seremos.
¿Por qué no recordar que la vida suele ser como un espejo…devolviéndonos lo que le damos?
Amar, cuidar y RESPETAR a los ancianos… no hacerlos sentir invisibles, es un acto de justicia. Han caminado mucho para llegar a donde están, han sufrido, han llorado, han perdido, han “hecho camino al andar”… no pisoteemos sus caminos, mejor aprendamos de ellos.