Cuentan que un montañista,
desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía después de años de
preparación.
Subiendo por un
acantilado, a sólo cien metros de la cima, resbaló y se desplomó por los aires…
caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas más oscuras
que pasaban en la misma oscuridad, y la terrible sensación de ser succionado
por la gravedad.
Seguía cayendo…
en esos angustiantes momentos le pasaron por su mente todos los gratos y no tan
gratos momentos de su vida. Pensaba que iba a morir; sin embargo, de repente
sintió un tirón muy fuerte que casi lo partió en dos… Sí, como todo montañista
experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima
soga que lo amarraba de la cintura.
Después de un
momento de quietud, suspendido por los aires, gritó con todas sus fuerzas:
-¡Ayúdame, Dios
mío!…
De repente una
voz grave y profunda de los cielos le contestó:
-¿Qué quieres
que haga, hijo mío?
-Sálvame, Dios mío.
-¿Realmente
crees que te pueda salvar?
-Por supuesto,
Señor.
-Entonces corta
la cuerda que te sostiene…
Hubo un momento
de silencio y quietud. El hombre se aferró más fuerte a la cuerda y reflexionó…
Cuenta el equipo
de rescate que al día siguiente encontraron colgado a un montañista muerto,
congelado, agarrado fuertemente con las manos a una cuerda… a tan sólo un metro
del suelo.
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